Siguiendo el camino de plastilina

Escribo sin demasiada confianza en que esta carta llegue a su destino. Si alguien la encuentra, por favor, que se lo haga llegar a los buscadores de la Playa de Salamanca en la dirección tallada al reverso de este bloque de cemento.

Queridos viajeros, todo ha sucedido demasiado rápido como para darme cuenta. Quizá para cuando leáis esto —si es posible que os lleguen estas palabras— ya no esté en el lugar en el que estoy en el momento de escribir estas frases, al menos con vida.
Por el momento, me encuentro en lo que parece ser una sala de tortura en el interior de una mansión rústica en las afueras de un poblado que hay entre montañas, hacia donde puse rumbo tras leer la carta que escribió la esposa del doctor hace ya varios días.

Por ahora puedo escribiros con relativa tranquilidad usando mi taladro pues han levantado la vigilancia sobre mi persona, creyéndome inconsciente gracias a mis astutas gafas con ojos en cruz. Me han arrebatado casi todo lo que tenía encima, incluidos mi calavera y el medallón. El medallón… bueno, será mejor que os relate la historia desde el principio:

La noche que partí del pueblo donde dejé al doctor fue noche cerrada y así lo prefería porque de esa manera me oriento mejor con mi mapa. Tardé cuatro horas en darme cuenta de que estaba dentro del anormalmente espacioso armario de la ridícula habitación de la pensión en la que me alojaba.
Salí del armario y decidí marchar de la manera más discreta posible; solemne, taciturno y que el rielar de la argéntea luna fuera lo único que atestiguase mi partida. Mas no fue posible, porque aquel día hubo una verbena y todos los aldeanos estaban hacinados en las calles. Aun así, decidí abrirme camino entre la muchedumbre con el gesto serio y sin vacilar, y tras reiteradas lluvias de cerveza, collejas y peticiones de que no me marchara por parte de borrachos que jamás había visto, no capitulé y conseguí salir del pueblo con la frente alta. Al cabo de los minutos, tuve que volver por mi calavera, que seguía dentro derrochando mi escaso dinero.

Anduve durante cuatro días sin encontrar ninguna población. Deshidratado y desorientado continué caminando hasta que di con mis doloridos huesos en un pueblo muy pintoresco. Sus edificios no obedecían ningún patrón en particular, sino que convivían casas de madera o incluso piedra, con edificaciones metálicas con enormes cristaleras, castillos hinchables o catedrales majestuosas fabricadas con cartones entre caminos irregulares hechos de plastilina. Algunos inmuebles ni tan siquiera tenían puerta o la tenían en lugares de difícil acceso, como el tejado o varios centímetros hundidas en el suelo, y algunos de sus muros eran divididos por árboles o piedras.
Me tambaleé en busca de auxilio, pero sus gentes parecían reticentes a prestarme ayuda de ningún tipo. Así que me derrumbé y desperté en una habitación muy lujosa, con cantidad de objetos de valor y miles de retratos y tapices caros decorando sus gruesas paredes, un lugar de los que no acostumbraba a ver.

Aquel día lo conocí, al hombre que era la parte delantera de su coche. Él fue quien acudió en mi socorro y me llevó a su hogar, y, tras darnos alimento a mí y a mi calavera, comenzó a contarme su triste historia de cómo se cebaban los pájaros con él, la gente que se sentaba sobre él y lo arañaba con las llaves y de Mercedes, su gran amor imposible. Mientras me hablaba me vino a la cabeza aquella escena de Mortadelo y Filemón en la que Filemón fuma caca de vaca y empecé a reírme a mandíbula batiente durante cuarenta minutos. El hombre que era la parte delantera de su coche no parecía muy contento. Interrumpí con desprecio su vaniloquio y empecé a plantearle preguntas acerca de su pueblo, para empezar, quise saber el nombre:
—No puedo decírtelo, amigo, y aquí nadie te lo dirá. Es más, no te aconsejo que estés aquí durante mucho tiempo más o podrías meterte en problemas.
Lo corregí por haberme llamado “amigo” y después de exigirle otra ración de estofado, me largué de su casa con algunos recuerdos de la visita. En el exterior pude sentir las miradas de desprecio de las gentes del pueblo clavadas en mi sien y me planteé si debería seguir el consejo del hombre que era la parte delantera de su coche.


Cartel del pueblo.

Resuelto a irme de allí, advertí un extraño símbolo en la puerta de una chamarilería y me decidí a entrar. En su interior, descubrí entre un montón de bisutería y bagatelas un medallón que tenía labrado aquel mismo símbolo. Algo en mí me dijo que debía comprarlo a pesar de su elevado precio.
Miré en mi bolsa: maravedíes. Maldita sea, aún conservaba esas monedas tras haber pagado a aquel vendedor que me proporcionó queroseno, un poco de pedernal, aceites y aquel Smartphone. Necesitaba ese medallón y pronto, pues un hombre de aspecto sospechoso que había entrado después de mí parecía codiciarlo tanto como yo. Hice de tripas corazón y alargué la mano, tomé el medallón y hui escopetado hendiendo un mar de gente. Muchos de ellos me propinaron collejas, pero ya no cerveza ni despedidas, sino codazos y puñetazos.

Y eso es todo cuanto puedo recordar. Ojalá pudiera daros más detalles sobre dónde estoy. Por favor, si sabéis algo de este lugar, ¡tenéis que ayudarme!


El medallón.

Atentamente:
El Hombre Sin Nombre.
2 botellazos:
  1. Hombre Vida Says:

    Singular y majestuoso. Un misterio que debemos resolver antes de ver. Te ayudaremos en la medida de lo posible. Nada.


  2. Cristian Says:

    Juraría por los pulgares de mi primogénito que había una oferta de viajes para ir a ese pueblo. De todas formas aguanta Hombre Sin Nombre! nosotros estamos bien y eso es lo que cuenta!.