Páncreas, armas, bandurrias y un chorrito de limón

Estimados compañeros, hace mucho que no os relataba los avances de mi viaje, pero apenas si he podido descansar un minuto. A cada minuto que pasa, el trayecto se me hace más largo, si lo llego a saber no voy caminando hacia atrás.
Agradezco tus interesantes palabras, Hombre Sin Toalla. Mi acompañante sigue empeñado en no hablar y de esta manera me cuesta mucho seguirle la conversación y averiguar algo más sobre esa extraña organización de la que antaño formó parte. Por otra ídem, mi calavera adolece de una terrible enfermedad derivada del páncreas, la cual creo que tenía algo que ver con el hecho de que carece de dicho órgano.

De manera que, compungido antes tales coyunturas, he proseguido mi viaje poco esperanzado. Pero ello cambiaría rápidamente ya que tras cruzar unas nueve veces y media el horizonte vislumbré dos personas vestidas de mapache, una de los cuales enarbolaba una bandera que rezaba "Basta de corruptela, todos unidos contra la Playa de Salamanca".
Mi reacción natural fue correr en su dirección y placarlos con dureza para arrebatarles el balón y, tras marcar un tanto, eché la vista hacia sus cuerpos doloridos y me decidí a presentarme:
—Buenas tardes, caballeros —dije educadamente sin darme cuenta de que estaba chafando con el pie la mano del de la bandera— Querría hacerles infinidad de preguntas sobre su extraña pancarta.
Sin embargo, el del disfraz de mapache cuyos testículos eran de mayor tamaño, apartó con desquite la mano que les tendía como muestra de mi cordialidad y buena intención para con ellos y se dirigió hacia mi compañero con los ojos inyectados en pura rabia:
—¡Tú! ¡Traidor! ¿Cómo osas mirar a mi cara sin sucumbir a la ignominia? ¿Y tu honor? —increpó a mi amigo— ¡Largo o lo pagarás caro!
—¿Qué pretendes, eh? ¡Vete, demente! —dijo la voz de mujer que provenía del interior del segundo mapache.
Estaba claro que tenían algún tipo de problema con mi compañero así que intenté mediar entre ellos:
—¿Sucede algo con mi acompañante? —dije intentando protegerlo.
—¡Quita, buscamos al doctor! —añadió aquel hombre extraño apartándome con un golpe brusco— ¡da la cara, maldito gallina!
—¡Que te enteres de que es merced de este mequetrefe que me ves en este brete! —dijo después la mujer.
—Los exhorto a que depongan su violento comportamiento y disfrutemos de una distendida charla como personas civilizadas —les dije haciendo alarde de la maravillosa educación que recibí en la cochiquera en la que me crié sin darme cuenta de que volvía a pisar la mano de la señorita del cartel.

Tras intentar razonar con ellos, descubrí que se trataba de una pareja de científicos, los doctores Claudio Mauricio y Belén Pérez que habían trabajado tiempo atrás con mi compañero de viaje, el doctor Ramírez, en un proyecto catalogado alto secreto por el Gobierno de Salamanca junto a las terribles Fuerzas Armadas de Andorra, que tienen en su poder terroríficas armas nucelares como el bumerán atómico o el cañón que dispara agua en la que previamente se han introducido pilas.
Uno de los objetivos de dicha alianza era ocultar la Playa de Salamanca, pues era una importante fuente de recursos, de la vista de la gente común llegando incluso a engañar a la opinión pública negando su existencia. Según decían, incluso podrían estar cambiando su ubicación periódicamente. Pero lo más inaudito era que una de las organizaciones que a las que se relacionaba con el proyecto era la de los Flying Hearts, concretamente su filial maligna Flying Earth.
El doctor Ramírez se sacó el hombro de su sitio y lo colocó sobre la tercera pestaña de su ojo izquierdo y guiñó un número de Fermat de veces, la cual era nuestra señal secreta de que no nos fiáramos de lo que nos dijeran dos personas vestidas de mapache.

¿Entonces la historia de que el doctor había dado con la playa por casualidad mientras viajaba era falsa? ¿O quizá trataban de engañarme? Pero, ¿a quién debía creer: a dos desequilibrados que acababa de conocer o a un desequilibrado que, al fin y al cabo, conocía de hacía unas cuantas semanas?

Fue en aquel mismo momento cuando los dos supuestos desertores de la organización se alejaron por un instante, dejando ver una misteriosa intención.
—Nos llaman al móvil —susurró el doctor Mauricio mientras rebuscaba en el interior del escroto del disfraz de mapache.
—Excelente. Debe de ser el jefe.
—¡Habla más bajo! ¡Podrían oírnos! —se colocó el auricular en la oreja— ¿Diga? —preguntó al interlocutor y tras una pausa respondió— Sí. Justo aquí, con nosotros. —conforme nos miraba ávidamente— Algún tipo lo acompaña.
Entonces me miró a mí con una mirada que hizo que un escalofrío me recorriera el espinazo, es decir, la gran espina que llevaba del atún que habíamos degustado poco antes —Como pida. —colgó y se dirigió a nosotros interrumpiendo el paso a mi compañero que ya había empezado a huir dejándome atrás.— No vais a ningún sitio. Vais a morir aquí.
—¡El vejete me pertenece! —dijo la doctora Pérez mientras se relamía la comisura de los labios, gesto que, a pesar de la avanzada edad de la doctora, que contaba noventa y cinco primaveras, despertó en mí una ardiente pasión que me hizo vomitar.

Antes de poder decir "hexakosioihexekontahexafobia", se lanzaron por nosotros para reducirnos con sus escalpelos y sus placas de Petri (el de En busca del valle encantado).
Con un rápido movimiento de muñeca, pude clavar sus batas de laboratorio al suelo con el espinazo, impidiéndoles avanzar. La doctora, muy enojada, comenzó a arrojarnos objetos que impactaron todos contra el cuerpo de mi compañero, que estaba utilizando como escudo. Tras aquello comenzamos a huir mientras ellos se desembarazaban de las batas que los mantenían inmóviles; sin embargo, dado que un científico no es nada sin su bata, murieron carbonizados en el acto.
Ya a salvo, con mi compañero de aventuras herido de gravedad, le pedí que se dejara de una vez de rodeos y me contara toda la historia con pelos y señales. Aún tuvimos mucho tiempo para que esclareciera mis dudas antes de que cayera en coma.
Por lo visto, sí era cierto que una sección de los Flying Hearts estaba dedicada a fines oscuros. Resultó que, tras conocer los poderes de las bandurrias se desencadenó una cruenta guerra entre las Fuerzas Andorranas y el ejército de boy scouts de dicha sección; la subdivisión de los Flying Earth.
Tras una guerra que duró dos horas y cuarenta y tres minutos —incluyendo la pausa para el bocata y el partido de fútbol sala—, ocurrió algo insólito: alguien había robado una de las bandurrias y las otras reliquias, salvo la Bandurria del Fuego infernal, habían sido destruidas.
Por fortuna, dichas reliquias —un tazo del pato Lucas, un hámster gigante en miniatura y otra suerte de artilugios— eran simples baratijas. Pero la bandurria robada cuyo paradero absolutamente nadie parece conocer, no era otra que la Bandurria Roquera.


Foto de archivo de la guerra.

Ahora debo acercarme al primer hospital que encuentre para que curen a mi amigo el doctor y a mi calavera. Debo llegar urgentemente porque el hedor empieza a atraer animales salvajes. ¡No hay tiempo que perder!
Pronto espero poder seguir recabando más información. Mientras tanto, confío en que esto que os he contado os sirva de ayuda.

Atentamente:
El Hombre Sin Nombre.
2 botellazos:
  1. Hombre Vida Says:

    Increible. Tus andanzas y aventuras, así como tus hazañas no tienen fin. La historia de la conspiración, la guerra y luego la debacle sugieren que: 1º La Playa Existe, 2º Alguien nos impide encontrarla, 3º Yo dispongo de la bandurria roquera.

    Nos vemos el hipotálamo.


  2. ¿Seguro que es la auténtica? Piénsalo.
    Por ahí corren muchas falsificaciones; olvidé deciros que me hicieron entrega de una estatuilla sagrada del alien bandurriano y resultó ser una figura de Quicky, la mascota de Nesquik. Ignorante de mí, creí que era auténtica durante mes y medio hasta que me di cuenta de que se iluminaba en la oscuridad.